Entonces perdonar y seguir. Olvidar la pesadumbre de lo dicho: seguir.
Quedarse: seguir. Entonces dejar que las heridas no surjan, que no pase nada;
si no se nombran no existen. Entonces callar: seguir. Entonces nada: seguir.
Recuerdo cuando la voluntad no era líquida, cuando algo tan sólido
corría por el cuerpo y se sentía como algo vivo, como otra piel que sobreprotege
algo. Recuerdo cuando sentir algo era motivo de esperanza. Si hay que seguir,
ahora, es bajo condiciones adversas a lo pensado, a la filosofía inicial.
Ahora, todo polvo, todo corre; polvos para todos.
Entonces seguir, ¿para qué detenerse? Entonces arrastrar, ¿para qué
soltar? Entonces la manipulación, los trastornos, el sexo, la venganza.
Seguir: perderse. Ignorar la filosofía inicial, formular nuevas premisas;
experimentar. Entonces cargarle el Todo a la Nada. Atarse a la menor
provocación y liberarse cuando el lazo esté casi tenso.
Y la conciencia que no deja, pero el cuerpo actúa. Y las ganas que
estorban, y el vapor que se añeja. ¿Para qué detenerse así? ¿Para qué de las manos que no dejan de buscar en
otros cuerpos el perdón de su incomprensión?
Cuestionar en voz alta. Sentir sin entorpecer. Actuar con todos los ojos
presentes. Seguir.
Lo dijo Werther, lo recuerda mi entraña: “[…] pues en medio de tantísimos quebrantos, todavía me queda
espíritu para el intento”.