Ekaterina Grigorieva |
Dador de sueños, sólo
llévame a las profundidades de las pupilas
donde todo oscurece.
Hallase tres malignos elevadores en
tres gigantescos edificios...
Todos los días tenía que subir a la
novena planta “nadie me obligará a tomar el elevador” pensaba, mientras
exhausta, subía lentamente los escalones de aquellas eternas escaleras.
Para descender, pasaba lo mismo,
mis pies se obstruían el uno del otro, como no queriendo continuar. No les daba
importancia, yo seguía, mientras, las gentes se amontonaban ante la espera del
monstruoso ascensor.
Siempre era la última en llegar a
mi destino, carente de oxigeno y ataviada de cansancio.
Para el siguiente día, me esperaba
una carga mayúscula de esfuerzo ya que tenía la infausta necesidad de utilizar
dos de los tres monumentales edificios; eso implicaba pasar gran parte de mi
juventud pisando los rostros opacos de unas escaleras largas y menguadas.
“Nadie me obligará a tomar el elevador” me murmuraba
molesta, sola, ejercitando mis músculos al ascender…
Así se me fue la vida, mis pies me
odiaban, mientras que mis piernas me agradecían, fuertes y bien torneadas como
dos robles vanidosos… Hasta que llegó el fatídico día, aquel que determinaría
mi destino.
Hallada en el décimo piso
de uno de los edificios, decidí tomar —por vez primera en mi angustiante vida—
ese apático patíbulo; para mi ventaja, me encontraba sola, sin el cúmulo de masa humana
custodiando la entrada de este horrible transporte corta ánimos.
Temblorosa, presioné un botón con
un triangulo isósceles invertido… el estomago me gritaba “¡estás loca!” mis
piernas lloraban, mis pies lo agradecían tanto que no se entorpecieron el uno
del otro; mi mente se quedó callada <<cobarde>>.
“Tin…”
Resonó y salté por el susto, las
puertas de ese ataúd se ensancharon de un extremo a otro, espaciosas para
recibirme; ese transporte del mal se encontraba alegre por mi inesperado
decline. Sin dejar de temblar y al borde de la asfixia, ingresé, como paulatina,
pero tal vez veloz por el júbilo de mis pies.
Heme dentro de la claustrofobia,
heme sola y sin aire. Las puertas se afianzaron, presioné otro botón, ni
siquiera me tomé la molestia de ver lo que presionaba, yo no sabía usar aquello
y mi mente andaba en otra parte. El aparatejo comenzó a fluir, para entonces,
el alma ya se me había brotado del cuerpo; mis lagrimales se
secaron al igual que mi boca; sudor frío caía de mi frente, ese
cuerpo no era mío, era un torpe aventurero. Una extraña sensación comenzó a cercenarme
la piel, me dolía insoportablemente, quise gritar, pedir ayuda, suplicar por mi
pobre ser; me limité, continuó la desgracia. Cuantiosos litros de sangre
inundaron aquel féretro, mi sangre, sangre derramada por la agonía…
No estuve consciente de cuánto duró
aquella terrible experiencia, por fin, el elevador tocó tierra firme. Se abrió
la puerta como las alas de una hermosa mariposa; una penetrante luz me recibió,
me sentí como una pluma flotando libremente por un pantano. Me sentí libre,
expulsada de un endemoniado vientre con oficio de ejecutor…
“Tin…”
Volvió a resonar, abrí los ojos,
una espeluznante caterva salió del elevador, miré hacia ambos lados,
continuaba en el décimo piso, de pie, frente a ese maligno
transporte, con el dedo congelado a pocos centímetros del botón
con el triangulo.
Sonreí tan satisfecha, que por vez
primera, recurrí a las escaleras: feliz, corriendo y cercenada...
Brenda Castillo