En nuestros locos intentos, renunciamos a lo que somos por
lo que esperamos ser.
William
Shakespeare
Hay un grado de impactante lucha en
aquellos que llegan a los nueve meses de gestación. Desde el vientre, el feto
se aferra a la carne para después soltarla y ser parte de la vida. Producto
útil, humano íntegro. De estas personas se puede esperar todo, puesto que,
desde su origen, permanecieron en el camino para llegar al final.
Yo
me rendí a los siete meses, pero la madre, fuerza en ella, optó por luchar, por
retenerme el mayor tiempo posible para que yo naciera viva. Es cierto que no se
puede obligar a un ser nuevo a nada; el inconsciente del producto, más las
emociones de la madre, impulsan a algo... Ella esperó a que yo fuese igual de
fuerte, y lo fui, un mes más. Si de algo estoy segura es de rendirme luchando.
Un
mes de resistencia bastó para que mi lugar en este mundo cobrara sentido, ese
mes me demostró que todo es posible y que, por ende, es mejor no indagar más de
lo preciso porque siempre hay líneas intermedias que indican algo; esas líneas
pertenecen a nosotros, y ahí estamos bien.
Cualquiera
puede pensar que rendirse es un guiño de cobardía, nadie se toma la molestia de
sugerir que existe un plano entre el éxito y el fracaso que establece un
territorio vigoroso para quienes nos rendimos y que es igual de respetable que
ambos lugares. Rendirse para contemplar, para cultivar algo desde ahí, rendirse
para sentir la posible felicidad o la desdicha, para sentir ambas, para sentir
más. Rendirse para no ser de nadie, para pertenecer al punto intermedio.
Rendirse para mostrarle al mundo otro mundo, para ser de otros, para quebrantar
dilemas, estigmas, para representarnos, para renunciar a aquello que está, que
debe ser.
Piglia
reflexiona en Respiración Artificial sobre
las utopías, el exilio: “El destierro, el éxodo, un espacio suspendido en el
tiempo, entre dos tiempos”. Quien renuncia se exilia de lo que está determinado
y pasa a lo otro, a su utopía. Entonces, ¿qué sucede con el éxito? ¿Qué hay
ahí? Hay una plataforma de triunfadores que logran levantar la bandera del
Progreso, del Desarrollo que la Revolución Industrial creó. Una persona exitosa
es aquella que otorga su tiempo a través de su trabajo para enriquecer a
terceros, de esta manera progresa y
ayuda al desarrollo de su país (aplaudo de pie). Un esquema social
ambicioso que muchos emprendedores se esfuerzan en presumir. El triunfo,
de este modo, puede ser la utopía que devora sus manos hasta desintegrarlas.
Asfixia, frustración. Los nueve meses están en esa plataforma, hay manos
estiradas que tiran del perseverante, del que sí le echa ganas, del exitoso y
ahí lo mantiene, con una estrellita en la frente y latigazos en la espalda. La
derrota, en cambio, se desiste de tomar estas manos y sólo caer.
Quien
se rinde no es una persona sin valor, ésta sabe cuándo encontró su línea porque
a pesar de saber que no logrará lo que todos piensan que es correcto, sigue
luchando, pese a todo, jamás deja de luchar. Nadie como alguien que se ha visto
en la derrota para saber lo que es tenerlo todo por voluntad: el inicio, la
meta, la felicidad, el dolor… Personajes literarios nos han mostrado que esto
es posible, que hay dignidad en el retiro.
¿Qué
sería de la literatura sin los grandes gestos de renuncia? Pensemos en Antonieta
Rivas Mercado y la bala en su corazón, pensemos que ella tuvo un mes (que se
extendió casi una vida) para luchar y, sin embargo, antes de llegar a la meta
(una muerte por enfermedad o por envejecimiento como notable escritora y actriz)
escogió la línea divisoria entre el Todo y la Nada, escogió jalar del gatillo y
revelarnos que rendirse también es un espacio estimable y bien poblado. ¿Quién
puede juzgar a Antonieta? ¿Quién la puede señalar y nombrar fracasada? No, quien se rinde no fracasa,
porque son obreros y obreras y dentro de sus ruinas decidieron parar la
construcción, retirarse de la manera más distinguida y poco convencional.
Escogieron liársela a la plataforma del éxito y desterrarse antes de que los
devoraran.
Quienes
nos rendimos no ganamos ni perdemos, no hay que confundirnos ni caer en
conformidades impuestas por una sociedad que juzga por lo que cree ver y actúa con
base en convencionales visiones. Así como el triunfo es celebrado y la
derrota acogida por el consuelo, rendirse es una opción sensata y posible para
cualquier persona. ¿Por qué nadie nos dice eso? ¿Por qué no nos recomiendan
perseguir una meta que está en medio? ¿Por qué todo tiene que ser cabeza y pies
y saltarnos el ombligo? “Lucharé para que el fracaso sea posible”, dijo Lemmy
Caution. Se presiente una revolución ahí, una lucha en contra del enfoque
progresista, una resistencia a ser la persona idealizada. Sólo en la frustración
la utopía es real.
De
algo estoy convencida: voy a rendirme; entender que el ombligo es nuestra
Tierra, como lo hizo Alejandra Pizarnik, quien mostró sorprendente fortaleza al
hacer frente a una vida llena de sufrimiento y complejidades, y que al final,
supo dónde encontrar su línea, dejar de correr, estar, morir. Sin saberlo,
Pizarnik halló un camino, corrió, nos consta que corrió. ¿Quién puede decir que
no es una rendida que sigue luchando? Hay pasión incluso en la manera en la que
decimos “Me iré y no sabré volver”.
Quien
se rinde es una persona que lo ha intentado y que ha sabido cuándo retirarse. Alguien
puede padecer un dolor de cabeza, tomar una aspirina, seguir con dolor y luego
enterrarse un cuchillo en el ojo. Quien se rinde no necesariamente debe morir
para saber que está en su punto medio, quien se rinde puede amar las flores,
cosecharlas, —si éstas no florecen— tirar las macetas. Es alguien que conoce el
proceso y decide no llegar al final. No escoge el final porque ya pasó por el
inicio y eso es suficiente. Podríamos decir que la renuncia es algo que
verdaderamente nos pertenece; la victoria no es de nadie, el éxito siempre será
para alguien más. Toda causa tiene su consecuencia. La derrota es símbolo de
lucha personal, el éxito es el espejismo de un factor externo.
Yo
no llego a la meta porque ésta te devuelve al inicio, todo se torna un círculo
vicioso y suelo marearme. Desde el punto intermedio hay una calma y un libre
albedrío que nadie más te puede arrebatar. Quienes nos rendimos tenemos
derecho a levantar la bandera de dignidad y recibir festejos o abrazos de
consuelo si es preciso. En el retiro hay paz, armonía; un encuentro contigo que
es favorable o no: “Cuán dura la lucha, cuán inevitable la derrota”. Sí, es
cierto, renunciar es estar en medio, dejar de avanzar, morir, o vivir con el
estigma, pero esta paz, esta utopía, ¿también la gozan los exitosos?
La
persona que, por ningún motivo piensa en rendirse, logra terminar su círculo:
inicio, fin. Conoce y palpa aquello que el emprendedor desconoce. Hay que ser
humildes, de verdad, humildes para saber retirarse. El éxito se ha olvidado de
esta parte porque su objetivo es impulsar la fuerza de trabajo para crear un
mundo mejor, con gente triunfadora que se olvide de ser humano y se esfuerce
por ser figura, un ideal, un trofeo. Objeto de consumo. Objeto para estanterías
ajenas. Algo que brille por lo que no es.
Los
jefes de Bukowski conocieron a alguien que desde el inicio ya levantaba la
bandera de los fracasos, un rendido nato que luchó como pudo y cayó como pocos.
Pero tuvo más opciones, opciones que apoyaron su noción, no de una persona
derrotada, sino de un rendido anunciado. Pero Bukowski no es un gran ejemplo de
humildad, ni de nada [una disculpa].
Quien
se rinde es una casa sin puertas, divaga entre las habitaciones sin poblar
alguna. Es el cáliz de las mejores y peores decisiones. Tiene todos los
sentimientos y se rinde ante ellos. Puede ser la mejor o la peor persona. Tiene
una construcción y resuelve detenerla porque es lo más viable. O porque tomó
una decisión, y eso implica grandes riesgos. Hay que reconocer que quien se
rinde tiene ímpetu, no llega a nueve meses, pero escoge intentarlo.
Brenda
Castillo