La
niña simulaba sostener del cuello a su madre, ésta la mecía mientras que, absorta
en sus pensamientos, anhelaba gritar. Todos, a pesar de la tardanza, el café y
los cirios, parecían comprender la demora del tren; por su parte, Anechka y Vinicio
Kozlov se comían en secreto, sus pensamientos los remontaba a la cama en donde
él le comía los senos y ella gemía de placer, tocándolo. Ambos se insinuaban
con los ojos los deseos que tenían por acariciarse y perderse entre sábanas sucias
y juegos eróticos.
Anechka Kozlov desconocía la moral
del mundo, el tener los ojos en blanco y la lengua erecta era para ella la
única forma de respirar. Vinicio Kozlov, taciturno, participe, menudo. Parecía que su ser había sido confeccionado por
ella, su cátedra, su madre adoptiva. Buscaba el hogar, la paz, paz ajena que lo
complementara. Algo había en su mesura el que mundo conocía. Que Anechka
ocupaba.
A lo lejos de ellos, pero cerca de
nosotros, había un hombre pelirrojo tocando un violín. Elevaba y dejaba caer el
sonido con cierta irresponsabilidad en sus manos. Ojos inquietos contemplaban
la escena, él, se ofrendaba en seducir ese pedazo de madera con cuerdas. Ahí en
el aire, tocaba con la esperanza, la pérdida, el cierre o la liberación. Él lo
desconocía, tenía el poder, lo arrojaba al vierto y lo atrapaba con descuido.
Brutalidad. Excelencia. Ésta, se esfumó de su tacto al dejar caer una lágrima. Vinicio Kozlov lo notó. Nadie,
a mitad del duelo, quiso acceder.
Tomó su maleta, sacó un violín. Un
grito de horror irreparable quebrantó las miradas. Vinicio Kozlov comenzó a
tocar. Silencio. Música. Oídos huérfanos adoptaron la solidaridad.
Llegó el tren. Anechka Kozlov tomó
su maleta. El pelirrojo recogió a la niña de los brazos de su madre. La
devolvió al féretro. Vinicio Kozlov continuó tocando. La madre deshecha en
llanto. El pelirrojo regresó hacia mí. Le pasé su violín. Vinicio Kozlov bajó
el suyo. El pelirrojo elevó su poder. Vinicio Kozlov subió al tren. Bajaron la
tapa de nuestros féretros. Anechka Kozlov se quedó en la terminal.
No pudo mirar a Vinicio Kozlov
partir.
Brenda Castillo