I
“Bésame”, le dije. “Siempre”, contestó y volvió
a mí. Acercó su rostro y juntó sus trozos de alma con los míos. Nos quedamos
recostados, mirándonos sin decir nada verbal. Sin tocarnos.
—¿Cuánto tiempo serás
mía?—le dije en susurro. Levanté la mano y acaricié su rostro. Como quien lanza
una granada y después llega con alcohol para curar a los heridos.
—El suficiente—, dije, mostrando la autoridad
que no tenía, que me inventaba, que él me permitía. Bajó la caricia hacia mis
hombros. Me limité a responderla. Un nudo en la garganta se me formó cuando
escuché su respuesta, inseguro, dejé de tocarle el rostro aunque una inexplicable
fuerza me incitaba a seguir tocándola…
—¿Me deseas?— preguntó de la nada, me
sorprendió esa parte desenfadada que bien sabía dominar de sí.
—Me gustan tus labios.
Me incorporé en la cama para que dejara de
tocarme. "Me gustan tus labios", qué banalidad, qué precario. Él
también se sentó. Ambos teníamos los brazos encima de las rodillas. Me miraba.
Yo miraba hacia la ventana. Me besó la mejilla. Sentí cierta ausencia de su
parte, no sé, algo no marchaba bien, no quería ser yo quien se marchara al
final, ni quería ser quien terminara perdiendo. Un ambiente de batalla se
estaba recreando ahí.
—¿Por qué no me besas?— le pregunté con
peculiar angustia, tal vez ella no estaba al tanto de que me aterraba esa
postura de desdén, que me mataba que no me mirasen a los ojos cuando algo se estaba
germinando en el aire. Me tuvo compasión, lo sé porque enseguida de mi pregunta
giró el rostro y me besó el hombro.
—¿Qué tienes?— le volví a preguntar como un inocente
infante que desconoce cómo tratar a una mujer.
—Nada.
—Te pasa algo.
—No sé.
Me abrazó para prolongar la evasiva o para
dejarlo de ver (tal vez no le gustaba que lo mirasen y por eso intenté esquivar su mirada). Sentí su palpitación en mí. Me abrazaba con ternura. Con
extraño afecto. Las yemas de mis dedos comenzaron a recorrer su pecho
desnudo. Mi boca buscó los rincones de piel que no había besado. Le besé el
cuello, la barba, las mejillas. De momentos lo sentía temblar. Yo también
temblaba. Besé la comisura de sus labios y después me separé de él. Me miró con
tristeza. Me besó los brazos. Acercándose. Abrazándome fuerte. Respiré
despacio. Caímos nuevamente en las sábanas. Su boca aclamaba la mía. Me hundí en
la cama para que éste no me encontrara. Me estaba yendo, mi cuerpo se entregaba
y tuve miedo; todo comenzó a salirse de mis manos. No quería entregar mi
interior antes de haber tocado el suyo.
—¿Me deseas?— me volvió a preguntar. Me quedé
quieto. Respiró profundo. Me daba miedo expresar esa parte de mí sensible, esa
parte que suele doler cuando alguien se va.
—Sí, te deseo, te deseo mucho—. Dije, indómito,
temeroso.
Fui yo quien besó sus labios, despacio. Muy
despacio. De momento se separaba de mí para que yo lo volviera a buscar. Para
suplicar por sus labios. Para vengarse de mi venganza. Dejó de tocarme. Mis
brazos se aferraron a su cuerpo desnudo, al cariño que nos negábamos.
—¿Cuál es la finalidad?— Me dijo, intercambiando
el papel, ahora ella era la víctima y yo el victimario. Se entregaba,
de a poco, pero se entregaba, y eso despertó mi seguridad, mi ánimo, mi guerra.
—¿Tiene que haber un fin?— le dije con una
sonrisa triunfante.
—Hablo de un objetivo, el corazón, por
ejemplo—. Me llevó hasta él con los brazos y me sostuvo como el enfermero que llega a salvar a los heridos en una guerra.
—No me sueltes, tengo frío.
Lo abracé accediendo a la irresponsabilidad.
Dejé que el afecto lo cubriera del supuesto frío. Quería una respuesta. Metí
mis piernas en las suyas. Acaricié su cabello, su nuca, su rostro. Cerró los
ojos. Me sentía. Lo disfrutaba. Paré cuando vi que su semblante se elevaba.
Abrió los ojos.
—¿Qué pasa?
—Contéstame.
—Te estoy molestando, perdón.
Se disculpaba, era su manera de ser frágil.
De seguir evadiendo. Lo observé por algunos segundos. Nos besamos los labios
por un rato. Él me tocó las piernas, indagando. De pronto volví a ser un niño
en su regazo, uno que puede jugar, explorar, ser libre en el cuerpo de su compañera.
—Tengo hambre— dije tontamente para esquivar
una posible desunión.
¿Hambre?, ¿qué clase de hambre? ¿Fisiológica?, ¿sexual?, ¿sentimental? Me separé de él. Esta vez me alejé hasta el otro rincón de la
cama.
—Come—, dije, insegura. Abracé mis piernas sin
permitirme decaer. Fui un estúpido al haberle dicho lo primero que rebotó en mi
cabeza, sin embargo, eso me mostró que le preocupaba, que ya estaba sintiendo
algo por mí.
—Me gusta cómo me hablas—. Se defendió como
los grandes. Lo sentí acercarse. Me quitó la camiseta. Lo dejé. Me reencontré
con su rostro y mordí su labio inferior. Su respiración se aceleró. La mía
también. Dejé de pensar. De atacar. Comencé a sentir.
—¿Te gusto?
—Aún no lo sé—, contesté sin parar de besarlo.
Me presionó fuerte contra él.
—¿Yo te gusto?
—Lo sabré cuando seas mía—, repuse, con la sed que había despertado en mí.
Reí. Él rió conmigo...
Brenda Castillo