Poe me dijo al oído: “Otros amigos se
han ido antes; mañana él también me dejará, como me abandonaron mis esperanzas”.
Y es verdad...
El
cuervo es una figura retórica y la literatura lo conserva en su memoria. Éste
depende de la tinta azabache del escriba para pigmentar sus diabólicas y casi
siempre lustrosas plumas. En su amenazadora mirada se refleja la agonía de
quien le escribe mientras que en su pico se vislumbra la curvada lápida de
algún fallecido narrador. Su vetusto cuerpo se sostiene de dos filosas y
menudas patas, como las de un quebrantado y a su vez majestuoso escritorio.
El
cuervo es un necrófago distinguido que aguarda, con notable impaciencia, los
restos de la presa que la crítica probablemente le está a punto de dejar. Es un
córvido imponente; el insomne cielo se deja volar por encima de él. Los
taciturnos lectores le temen y, de este modo, enaltecen su potestad; ven en su
vuelo el innombrable luto de alguna eviterna historia.
Hay
veces que el cuervo es un ave común, un ave que irradia temor, inteligencia y
una malograda melancolía. Desde su agónico interior el cuervo envidia el eterno
sufrimiento de quien le crea y, por ende, disfruta con goce tremebundo sacarle
los ojos.
Es
así como este pequeño demonio llega a ser la gran musa de muchos ciegos, él lo
sabe y por las lúgubres noches —“atónito, temeroso, dudando, soñando sueños que
ningún mortal se haya atrevido jamás a soñar”— visita gélidos lares para que el
puño temblante de alguien pueda morir de él… “y nada más”.
Brenda Castillo