octubre 20, 2013

Patíbulo (cuento)



Ekaterina Grigorieva


























Dador de sueños, sólo
llévame a las profundidades de las pupilas
donde todo oscurece.





Hallase tres malignos elevadores en tres gigantescos edificios...

Todos los días tenía que subir a la novena planta “nadie me obligará a tomar el elevador” pensaba, mientras exhausta, subía lentamente los escalones de aquellas eternas escaleras.
Para descender, pasaba lo mismo, mis pies se obstruían el uno del otro, como no queriendo continuar. No les daba importancia, yo seguía, mientras, las gentes se amontonaban ante la espera del monstruoso ascensor.

Siempre era la última en llegar a mi destino, carente de oxigeno y ataviada de cansancio.

Para el siguiente día, me esperaba una carga mayúscula de esfuerzo ya que tenía la infausta necesidad de utilizar dos de los tres monumentales edificios; eso implicaba pasar gran parte de mi juventud pisando los rostros opacos de unas escaleras largas y menguadas.
“Nadie me obligará a tomar el elevador” me murmuraba molesta, sola, ejercitando mis músculos al ascender…

Así se me fue la vida, mis pies me odiaban, mientras que mis piernas me agradecían, fuertes y bien torneadas como dos robles vanidosos… Hasta que llegó el fatídico día, aquel que determinaría mi destino.

Hallada en el décimo piso de uno de los edificios, decidí tomar —por vez primera en mi angustiante vida— ese apático patíbulo; para mi ventaja,  me encontraba sola, sin el cúmulo de masa humana custodiando la entrada de este horrible transporte corta ánimos.
Temblorosa, presioné un botón con un triangulo isósceles invertido… el estomago me gritaba “¡estás loca!” mis piernas lloraban, mis pies lo agradecían tanto que no se entorpecieron el uno del otro; mi mente se quedó callada <<cobarde>>.

“Tin…”        

Resonó y salté por el susto, las puertas de ese ataúd se ensancharon de un extremo a otro, espaciosas para recibirme; ese transporte del mal se encontraba alegre por mi inesperado decline. Sin dejar de temblar y al borde de la asfixia, ingresé, como paulatina, pero tal vez veloz por el júbilo de mis pies.

Heme dentro de la claustrofobia, heme sola y sin aire. Las puertas se afianzaron, presioné otro botón, ni siquiera me tomé la molestia de ver lo que presionaba, yo no sabía usar aquello y mi mente andaba en otra parte. El aparatejo comenzó a fluir, para entonces, el alma ya se me había brotado del cuerpo; mis lagrimales se secaron al igual que mi boca; sudor frío caía de mi frente, ese cuerpo no era mío, era un torpe aventurero. Una extraña sensación comenzó a cercenarme la piel, me dolía insoportablemente, quise gritar, pedir ayuda, suplicar por mi pobre ser; me limité, continuó la desgracia. Cuantiosos litros de sangre inundaron aquel féretro, mi sangre, sangre derramada por la agonía…

No estuve consciente de cuánto duró aquella terrible experiencia, por fin, el elevador tocó tierra firme. Se abrió la puerta como las alas de una hermosa mariposa; una penetrante luz me recibió, me sentí como una pluma flotando libremente por un pantano. Me sentí libre, expulsada de un endemoniado vientre con oficio de ejecutor…

“Tin…”

Volvió a resonar, abrí los ojos, una espeluznante caterva salió del elevador, miré hacia ambos lados, continuaba en el décimo piso, de pie, frente a ese maligno transporte, con el dedo congelado a pocos centímetros del botón con el triangulo.

Sonreí tan satisfecha, que por vez primera, recurrí a las escaleras: feliz, corriendo y cercenada...








 Brenda Castillo







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